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10/11/09

EL MURO COMO LIMITE COMO DEL ARTE

El muro como límite del arte
El lado occidental de aquella cicatriz que dividía Europa se convirtió en el mayor monumento de la historia del grafiti, en paredón para la protesta política y nuevo molde para el expresionismo del siglo XX
Para todos los que hemos sobrevivido a la experiencia del freakismo hegemónico, valga el ejemplo de Rodolfo Chikilicuatre intentando «sabotear» Eurovisión que de suyo es la fiesta del patrioterismo musical delirante, puede que la historia no signifique casi nada. Sin embargo, a pesar de nuestro empantanamiento o franca amnesia hemos visto, como en aquel apoteósico final de Blade Runner, cosas extraordinarias. Tal vez el acontecimiento que cierra drástica y festivamente el siglo XX, ese lleno de cicatrices por las guerras mundiales, Auschwitz y el Gulag pero también por las tiranía maoísta y las hambrunas africanas, es la caída del Muro de Berlín.
Hace poco reaparecieron tres sonrientes ancianos a los que se les considera «artífices de la liquidación del mundo bipolar». Mijail Gorbachov, George Bush (padre) y Helmut Kohl sentado en silla de ruedas, posaron, con un descaro extremo, ante unos fragmentos fetichizados de aquel límite de la discordia. Da la impresión de que la falta de conciencia histórica permite que las cosas se cuenten de la forma más caótica posible. Porque, ciertamente, no fueron estos tipos los responsables de que aquello aconteciera. Tal vez todo comenzó por una noticia, dada de forma confusa, sobre la posibilidad de que los alemanes del Este pudieran circular libremente hacia la zona occidental. Recordemos que fue Günter Schabowski, miembro del Politburó del SED (partido comunista) quien en una ya mítica rueda de prensa anunció un proyecto de ley que permitía los viajes de duración indefinida al extranjero; un periodista italiano realizó rápidamente una pregunta: «¿Cuándo entra en vigor?» y el desconcertado burócrata, tras remover sus papeles, dijo: «En cuanto lo diga… inmediatamente».
Dicho y hecho. Resultó que, como ya vaticinara Nietzsche, los ídolos tienen pies de barro. No eran las siete de la tarde y miles de personas marcharon hacia el muro para exigir que les permitiera cruzar al otro lado. Aunque aún no había llegado ninguna orden formal los acontecimientos tomaron el curso de lo transgresivo.
Las imágenes dieron la vuelta al mundo. Un montón de tipos encaramados en el muro, otros intentando con cualquier cosa demoler esa construcción vergonzosa. No cabe duda de que lo que estaba pasando tenía todos los rasgos del acontecimiento político trascendental. El gran violonchelista Rostropovich acudió al día siguiente a animar a los que seguían lúdicamente empeñados en la labor de derribar lo que separaba a algo más que un país: ese era uno de los signos más contundentes de la política de bloques. Kennedy, años antes, se había declarado berlinés y Leonard Cohen cantó aquello de que primero tomamos Manhattan y después Berlín. Pero no fue hasta la noche del 9 de noviembre de 1989 que una multitud que había sufrido como una herida inmensa aquella «separación» pudo abrazar a los alemanes que vivían en el «Paraíso» capitalista. Si bien en aquella noche mágica algunos bares regalaron cerveza hasta saciar una sed antigua, lo cierto es que las miradas hechizadas por el imperio del consumo comprobaron, de forma frustrante, que su dinero tenía menos valor que el del Monopoly. La felicidad del reencuentro abrió la puerta de los duros años de la «reunificación».

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