El Museo de Obra Gráfica San Clemente (Cuenca) de la Fundación Antonio Pérez acoge, con la colaboración de la Fundación Pepe España (Aarau, Suiza), la exposición 'Pepe España. Elogio del dibujo: 1963-1973'. Tras la reciente muestra de sus pinturas también celebrada en Cuenca, en este Museo se exhibe ahora una selección de sus dibujos.
Defensor del dibujo como esencia del arte, en San Clemente se muestran obras desde 1963, año de su llegada a Cuenca, y los años setenta, que suponen la verdadera puesta en pie de una singular inteligencia de la grafía.
Es frecuente que sus obras reflejen el paisaje de Cuenca, muestra de lo que la crítica llamó la “borrasca de paisajes”, el aire descarnado que destila su aislamiento en el silencioso y recogido mundo conquense, donde hallaría refugio para meditar y pintar.
Geología y osamenta
Algunos de sus dibujos de ese tiempo –en San Clemente se muestran tres de 1968– parecen recrear la geología de la hoz del Júcar, frente a su estudio, en especial los conocidos como “ojos de la mora”, oquedades que como cráteres conforman una suerte de rostro con ojos hundidos, colgados en ese espacio singular y yermo y que Pepe España parece trasvasar a unos dibujos con aire de vanitas, confundiéndose la geología con la osamenta.
Con un restringido uso del color, España compone o deconstruye la figura, capaz de elevar un retrato o un cuerpo con apenas una línea que parece haber sido trazada sin levantar su mano del papel. Dibujos de caligrafía minuciosa que le emparentará con una cierta escuela de pintores amantes de la línea.
Frenético quehacer
En ese tiempo desarrolla un frenético quehacer, en el que la paleta se ha reducido al negro de la tinta con la que realiza los signos, y unos controlados toques de color, de aire informal. Signos que le asocian con la herencia de las escrituras kleeianas; el automatismo del breve Wols; el despliegue de líneas del frenético Michaux; las caligrafías emuladoras de los inquisidores de Millares, el frenético Torquemada o, más cerca, el encuentro con las finas grafías disciplinadas de Ángel Cruz o el desparpajo del Bonifacio revisitante de los Cobra. Algo que queda claro, también, en ciertos dibujos de ese tiempo que parecen mirar hacia Antonio Saura.
Cabezas desmesuradas, con algo de elegíaco, de denodada brega con el signo y el color, retratos que parecen estallidos de luz de aire brut, metamorfosis de un monstruo de signos lanzados a la inmensidad del espacio pictórico.
Junto a ello, otra lectura de su trabajo en este tiempo es la capacidad para viajar desde la representación clásica a la abstracción plena, como es el caso de los dos singulares dibujo-collage de 1969, muestra de la influencia de la abstracción de la llamada “ciudad abstracta”.
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